Personas mayores: en la soledad, el coronavirus mata más
Queridas hermanas y queridos hermanos,
En el corazón de esta “tempestad inesperada y furiosa nos hemos dado cuenta – como nos recordó el Papa Francisco – de estar en la misma barca”. Al interior están también las personas mayores. Como todos, son frágiles y están desorientadas. A ellas se dirige hoy nuestro pensamiento de preocupación y agradecimiento, para restituir, al menos un poco, aquella ternura con la cual cada uno de nosotros ha sido acompañando en la vida y para que alcance a cada una de ellas la caricia materna de la Iglesia.
Su generación, en estos días – difíciles para todos – está pagando el precio más alto a la pandemia de Covid-19. Las estadísticas nos dicen que en Italia más del 80% de las personas que han perdido la vida tenían más de 70 años.
La ciencia nos dice que el motivo por el cual tantas personas mayores mueren es porque ellas son más frágiles, y que el virus tiene un porcentaje de mortandad más elevado en las personas que tienen una o más patologías previas. Se trata de una explicación convincente, pero que podría hacernos pensar que casi no se puede hacer nada.
Hace unas pocas semanas, recibiendo a los participantes al primer congreso internacional de la pastoral de las personas mayores, organizado por nuestro Dicasterio, el Papa Francisco afirmó que “la soledad puede ser una enfermedad, sin embargo, con la caridad, la cercanía y el consuelo espiritual podemos curarla”. Se trata de palabras que en este momento adquieren toda su importancia. Ayudan a comprender que, si es verdad que el coronavirus es más letal cuando encuentra un cuerpo debilitado, en muchos casos la patología preexistente es la soledad. No es casualidad que estamos presenciando la muerte, en proporciones y formas terribles, de tantas personas que viven fuera de sus casas y apartados de su núcleo familiar, en condiciones de soledad en verdad desgastantes y deprimentes.
Por esto es importante que hagamos todo lo que sea posible para remediar esta situación de abandono que, en las circunstancias actuales, podría significar salvar vidas humanas.
En estos días son tantas las iniciativas en tal sentido que la Iglesia está poniendo en práctica. La imposibilidad de seguir haciendo visitas domiciliarias ha impulsado a encontrar nuevas y creativas maneras de presencia. Llamadas, mensajes de video o de voz, o más tradicionalmente cartas dirigidas a quien está solo. Frecuentemente las parroquias están dedicadas en la entrega de alimento y medicinas a quien está obligado a no salir de casa. Casi en todos lados, los sacerdotes siguen visitando las casas para administrar los sacramentos. Muchos voluntarios, sobre todo jóvenes, se están esforzando con generosidad para no interrumpir, o para comenzar a organizar, elementales redes de solidaridad.
Sin embargo, la gravedad del momento nos llama a todos a hacer algo más. Individualmente o como Iglesias locales, podemos hacer mucho por las personas mayores: orar por ellas, curar la enfermedad de la soledad, activar redes de solidaridad, y mucho más. Frente al escenario de una generación golpeada de una manera tan fuerte, estamos llamados a una responsabilidad común, que nace de la conciencia del valor inestimable de cada vida humana y por la gratitud hacia nuestros papás y abuelos. Debemos dedicar nuevas energías para defenderlos de esta tempestad, así como cada uno de nosotros ha sido protegido y ayudado en las pequeñas y grandes tormentas de la propia vida. No dejemos solas a las personas mayores, porque en la soledad el coronavirus cobra más vidas.
Unas particulares atenciones merecen aquellos que viven al interno de las estructuras residenciales: escuchamos cada día noticias terribles sobre las condiciones en que se encuentran, y ya son miles de personas que han perdido la vida. La concentración en el mismo lugar de tantas personas frágiles y la dificultad de obtener los instrumentos de protección, han creado situaciones dificilísimas de gestionar no obstante la abnegación y, en algunos casos, el sacrificio del personal dedicado a su asistencia. En otras circunstancias, sin embargo, la crisis actual es hija de una abandono existencial y terapéutico que ha comenzado en el pasado. Aún en la compleja situación que vivimos, es necesario aclarar que salvar las vidas de las personas mayores que viven en las instituciones, o que están solas o enfermas, es una prioridad del mismo modo que salvar a cualquier otra persona. En los países en los cuales la pandemia no ha tomado grandes dimensiones, es aún posible tomar medidas preventivas para protegerlos; en donde la situación es más dramática es necesario actuar para encontrar soluciones emergentes.
No se trata de algo secundario, de ello depende el futuro de nuestras comunidades eclesiales y de nuestra sociedad porque, como dijo recientemente el Papa Francisco, “las personas mayores son el presente y el mañana de la Iglesia”.
En el sufrimiento de estos días, estamos llamados a vislumbrar el futuro. En el amor de muchos hijos y nietos y en la entrega de los asistentes y de los voluntarios, revive la compasión de las mujeres que se dirigen al sepulcro para hacerse cargo del cuerpo de Jesús. Como ellas, estamos asustados, pero también sabemos que no podemos dejar de vivir – si bien manteniendo las distancias – la compasión que Él nos ha enseñado. Como ellas, pronto comprenderemos que habrá sido necesario permanecer a un lado, aun cuando parecía peligroso o inútil, seguros de las palabras del ángel, que nos invita a no tener miedo.
Unámonos entonces en oración por los abuelos y las personas mayores de todo el mundo. Estrechémonos a su alrededor, con el pensamiento y con el corazón, y cuando posible, actuemos, para que no estén solos.
Dicasterio para los laicos, la Familia y la Vida
06.04.2020